El reciente documento estadounidense que define las líneas estratégicas de la nueva Doctrina de Seguridad Nacional inaugura un nuevo rumbo de la aventura imperial global. Se trata de un giro significativo respecto de la orientación seguida por las administraciones de Obama y Biden, con cambios sustantivos en el diseño táctico, las prioridades generales y la definición de aliados, socios y enemigos.
Hay un punto, en particular, que marca una ruptura clara con el enfoque anterior. Hasta ahora, el llamado Occidente Colectivo (Estados Unidos, Unión Europea, Canadá, Australia, Japón, Corea del Sur, Israel y otros) se concebía como copartícipe del saqueo del Sur y del Este global. En esta nueva versión - más agresiva y también más desesperada - incluso el propio Occidente Colectivo debe contribuir directamente al rescate de riqueza global en favor de la economía estadounidense. De ahí la combinación de aranceles por un lado y de alineamiento forzado por el otro, dentro de una nueva identidad basada en el aumento descomunal de un gasto militar ya de por sí delirante, que este año alcanzó los 951 mil millones de dólares. ¿Con qué objetivo? Garantizar que el 4 % de la población mundial siga dominando al 96 % restante.
En continuidad con las doctrinas de seguridad precedentes, el documento parte de una premisa histórica “actualizada”: la identificación conceptual entre Occidente y Estados Unidos - un falso histórico - y la atribución a Washington de un papel indispensable para garantizar el dominio global del capitalismo. Así, pese a la pérdida evidente de peso político, diplomático, económico, financiero, tecnológico y militar, Estados Unidos sigue presentándose como el país al que el resto del mundo debe obediencia, reconociéndole un liderazgo supuestamente incuestionable. Y si alguien se atreve a ponerlo en duda, la respuesta será el uso de la fuerza para apropiarse de su soberanía y de sus recursos.
El documento advierte que no puede haber obediencia política sin respaldo material. Mantener la hegemonía planetaria exige una economía capaz de salir de su declive estructural y de reconstruir sus fundamentos: un dólar fuerte desligado de la economía real, una deuda impagable, un crecimiento artificial y la supremacía militar como palanca sobre los mercados. Sin embargo, todos los indicadores actuales apuntan a crisis y fragilidad. La pregunta es inevitable: ¿cómo revertir el declive?
Las recetas liberales ya no funcionan. Desde el fordismo de la posguerra hasta el discurso “verde”, abandonado en cuanto se entendió que podía convertirse en la tumba del sistema, las estrategias de crecimiento se suceden y colapsan con un ritmo casi decenal. ¿Qué camino queda entonces para devolver poder a una estructura que ya no lo tiene?
El punto de partida del documento advierte que no puede haber obediencia política si esta no está respaldada por datos concretos. El mantenimiento del liderazgo planetario estadounidense requiere una economía que salga de la fase de declive agónico y vuelva a tener en sus fundamentos (la fortaleza del dólar desligada de los datos económicos generales, una deuda que no se cobra y un crecimiento artificial, la preeminencia militar sobre los mercados) un punto de fuerza. Sin embargo, en este momento todos los indicadores señalan crisis y debilidad. ¿Cómo puede invertirse el declive?
La nueva Doctrina de Seguridad Nacional es tajante: la única salida es una transferencia masiva de riqueza desde el resto del mundo hacia la economía estadounidense. Incapaz de generar desarrollo propio, Estados Unidos apuesta a apropiarse de recursos energéticos, tecnológicos, minerales y alimentarios hoy en manos de otros Estados. Según esta lógica, solo mediante un saqueo global - empobreciendo al resto del planeta en beneficio de Washington - podrá sostenerse el dominio estadounidense. Solo a través de este saqueo generalizado de los recursos de toda la comunidad internacional, empobreciendo a todos en beneficio de Washington, Estados Unidos podrá seguir ejerciendo un papel de dominio planetario.
No es nada nuevo, ya en 1974, un año después del golpe de Estado en Chile que había transferido la propiedad del cobre chileno a las empresas mineras estadounidenses, su inspirador, Henry Kissinger, recordaba que la posesión de los recursos naturales de todos los países era la cuestión central para la seguridad nacional de los Estados Unidos. Aquí, y no en el tablero político, se encuentra la coherencia histórica del imperialismo depredador necesario para alimentar el sistema que lo genera.
No se trata de una novedad. La historia de la acumulación de riqueza y poder de Estados Unidos se ha basado, sistemáticamente, en la expropiación de recursos ajenos. Más de 231 años de guerra sobre 249 de existencia lo confirman con claridad: la guerra no es una excepción, sino un modelo estructural de construcción y gestión del imperio. Y la narrativa del capitalismo imperial la apoya en una inversión permanente de la realidad, donde las víctimas son presentadas como agresores y los saqueadores como defensores del orden.
En el plano geopolítico y militar, China sigue siendo definida como la principal amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos. No solo por su poder, sino por su condición sistémica: compite en los mercados globales, en la economía, en la tecnología, en las rutas comerciales y en el terreno militar, tras el salto estratégico que ha dado en los últimos años. Ya en 2022, los documentos de seguridad estadounidenses la describían como “el único competidor con la intención y la capacidad de remodelar el orden internacional”. Es decir, China no es solo un rival: es la única amenaza real a la hegemonía global estadounidense.
En segundo lugar aparece Rusia, considerada una amenaza militar y geopolítica directa. Su arsenal nuclear, comparable - y en algunos aspectos superior - al estadounidense; su oposición a la OTAN; su influencia en el espacio BRICS; su alianza estratégica con China; su papel en estructuras regionales como la OCS; y su peso en Europa Oriental la convierten en un actor clave. Como afirma el documento, “Rusia representa una amenaza inmediata para el orden internacional libre y abierto”.
Con el llamado “Corolario Trump”, la prioridad absoluta pasa a ser la contención de China y de los BRICS. Los BRICS no son definidos como enemigos, pero sí como una amenaza sistémica. Europa pierde centralidad estratégica, mientras América Latina vuelve a ser concebida como un espacio a “limpiar” de influencias consideradas hostiles a través de la entrega a la oligarquías latinoamericanas de los gobiernos del subcontinentes..
En la National Defense Strategy del Pentágono, la jerarquía es aún más clara: China es “el principal desafío estratégico de largo plazo” y Rusia una “amenaza aguda”.
Luego aparece Irán, caracterizado como una amenaza regional con potencial global, y Corea del Norte, considerada una amenaza militar directa por su arsenal nuclear y su imprevisibilidad, aunque sin capacidad sistémica global.
Persiste, además, la identificación forzada entre Occidente y democracia, pese al evidente deslizamiento hacia modelos autoritarios e iliberales. Y persiste la idea de que una minoría de la humanidad - alrededor de mil millones de personas - puede y debe dominar al resto del planeta. El llamado “orden basado en reglas” se reduce, en última instancia, a dos reglas no negociables:
1. Occidente gobierna al mundo.
2. Estados Unidos gobierna Occidente.
Al final, la esencia de las guerras permanentes en diferentes zonas del mundo reside aquí: impedir que los países con economías emergentes puedan redimensionar una economía occidental drogada por el dominio monetario, la influencia política, las sanciones a terceros y las guerras. Para Estados Unidos es fundamental sofocar cualquier anhelo de democracia y soberanía de los Estados, de libertad en el comercio y en las alianzas políticas, de alcanzar acuerdos de gobernanza que debiliten los conflictos potenciales, porque solo con las guerras gana su sistema económico y político, encontrando un papel central que en tiempos de paz no tendrían.
La nueva Doctrina de Seguridad Nacional estadounidense es, en muchos sentidos, una apuesta total, un “todo o nada”. El 4 % prospera si aplasta al 96 %. El mercado funciona si garantiza a mil millones de personas, y eso ocurre si los otros siete mil millones no pueden controlarlo. No hay lugar para la diplomacia, para el reconocimiento de intereses mutuos ni para el Derecho Internacional. Las condiciones están dadas para que la guerra vuelva a ocupar el centro de la escena geopolítica global. Bienvenido 2026.













