El cese al fuego del 10 de octubre de 2025 fue presentado como la conquista definitiva de la paz tras más de un año de genocidio devastador sobre la Franja de Gaza, dicho acuerdo impulsado desde Washington y anunciado como un logro diplomático destinado a frenar la guerra y abrir una etapa de estabilidad. El entendimiento quedó plasmado en un documento de 20 puntos que establecía una tregua por fases, la entrega de rehenes vivos y fallecidos, la reducción parcial de los ataques israelíes, pero sin el retiro de la ocupación militar, el ingreso limitado de ayuda humanitaria y un esquema posterior de reconstrucción y administración del territorio.
El anuncio, convertido en un show publicitario, se realizó con la presencia del presidente estadounidense Donald Trump y delegaciones políticas de Turquía y Catar, sin la representación de Hamás por parte de Gaza y sin la presencia del genocida Benjamin Netanyahu por Israel, dejando establecido desde el inicio que Israel mantendría el control militar del enclave durante todo el proceso y aunque el acuerdo fue difundido como una victoria de la paz sobre la guerra, los gazatíes quedaron fuera de las decisiones centrales que definirían su vida cotidiana, y la aplicación del pacto comenzó a mostrar debilidades evidentes desde sus primeras semanas.
Desde la entrada en vigor del cese al fuego, las fuerzas israelíes mantuvieron operaciones armadas dentro de Gaza bajo la figura de “amenazas inmediatas”, con un saldo que supera las 400 personas palestinas muertas durante el periodo de supuesta calma y más de 1.000 heridos, según los recuentos sanitarios locales. Entre octubre y diciembre de 2025, en campamentos y zonas residenciales del norte y del centro del enclave se registraron disparos, ataques aéreos puntuales y explosiones que no correspondieron a enfrentamientos abiertos, por el contrario fueron acciones unilaterales ejecutadas en áreas densamente pobladas.
La situación humanitaria, en vez de resolverse, sigue plasmada por cifras alarmantes.
En diciembre de este 2025 se anunció el fin oficial de la hambruna, pero toda Gaza permanece clasificada en emergencia alimentaria. Alrededor de 1.6 millones de personas enfrentan desnutrición e inseguridad alimentaria severa, lo que en la práctica significa comer un día y pasar otro sin hacerlo, reducir porciones, repartir un mismo plato entre varios miembros de la familia y depender de raciones irregulares que no llegan de forma continua, sobreviviendo casi por completo de la ayuda externa. La leve mejoría registrada se explica únicamente porque durante algunas semanas entraron más camiones con alimentos, no porque haya trabajo, producción ni condiciones normales de vida, y las proyecciones hasta abril de 2026 indican que la mayoría de la población seguirá necesitando asistencia constante para poder alimentarse.
El sistema de salud continúa colapsado, 10.600 personas han sido evacuadas desde 2023 para recibir tratamiento fuera de Gaza, una cifra que no refleja la magnitud oficial de la catástrofe sanitaria más bien evidencia las severas restricciones impuestas al traslado de pacientes, ya que esas evacuaciones corresponden únicamente a salidas médicas oficiales autorizadas bajo control militar y corredores limitados.
Durante más de un año de ofensiva, decenas de miles de heridos nunca pudieron salir, muchos murieron esperando permisos que no llegaron y otros quedaron atrapados sin atención especializada, mientras 1.8 millones de personas fueron desplazadas dentro del enclave, un territorio pequeño y densamente poblado, completamente cercado y sin control sobre sus fronteras, sin posibilidad de evacuación externa. Entre los evacuados hay miles de niños con heridas graves, amputaciones, quemaduras y enfermedades agravadas por la desnutrición. Dentro del territorio, los hospitales funcionan solo de forma parcial, con apagones prolongados de electricidad, falta de medicamentos esenciales y escasez extrema de personal, donde los pacientes continúan muriendo a la espera de atención que ya no existe.
El desplazamiento forzado sigue siendo una de las señales centrales del periodo posterior al cese al fuego. Más de 1.800.000 personas continúan viviendo fuera de sus hogares, muchas en tiendas improvisadas o edificios semidestruidos, expuestas al frío, a enfermedades respiratorias y a la falta de agua potable. En Rafah y en zonas del sur, áreas completas han sido despejadas bajo el argumento de futuras reconstrucciones, mientras se promueven “zonas seguras alternativas” que en la práctica consolidan la expulsión interna y hacen imposible la vida cotidiana.
En paralelo a lo que ocurre en Gaza, la violencia se extiende al resto de los territorios palestinos ocupados y refuerza la idea de que no existe un contexto de normalización efectiva.
En Cisjordania, desde octubre de 2023, más de 1,000 palestinos han sido asesinados, incluidos más de 200 niños, y durante el propio cese al fuego se registraron nuevas muertes en redadas militares, especialmente en la gobernación de Yenín, donde las incursiones dejaron casas demolidas, campamentos arrasados y bloqueos permanentes. Esta dinámica corre en simultáneo con la crisis humanitaria en Gaza y evidencia una política de control territorial prolongada, sin alivio efectivo para la población palestina.
La destrucción material dentro de la Franja no se ha detenido, calles y sectores urbanos completos permanecen reducidos a montañas de concreto, con carreteras inutilizadas, redes de agua destruidas y sistemas eléctricos fuera de servicio. En muchos casos, las demoliciones continuaron después del cese al fuego como parte de acciones deliberadas y ejecutadas en zonas ya bajo control militar.
La consecuencia directa es que miles de familias no tienen a dónde regresar, aun cuando cesen los ataques abiertos. Mientras tanto, la reconstrucción se mantiene como una promesa lejana.
El ingreso de materiales sigue estrictamente controlado, los fondos internacionales no alcanzan y las necesidades crecen más rápido que la ayuda disponible. Para el próximo año se estiman necesidades humanitarias de miles de millones de dólares, en un contexto de reducción de aportes y agotamiento del respaldo internacional, lo que se traduce en que menos personas recibirán apoyo y durante períodos cada vez más cortos, profundizando la precariedad diaria.
En definitiva, el llamado cese al fuego no ha significado el fin del sufrimiento en Gaza.
Los muertos siguen acumulándose, la violencia persiste con otros nombres, la hambruna cambia de categoría sin desaparecer y la vida diaria continúa determinada por el miedo, la escasez y la ausencia de futuro. La tregua, presentada como solución, dejó intactas las estructuras que produjeron la invasión y consolidó una realidad en la que Palestina sigue pagando el costo humano más alto mientras el genocida Estado de Israel mantiene ilegalmente el control militar y político sobre el terreno.













