El nicaragüense no es un pueblo callado. Su idioma no es el temor. Territorio de creyentes, poetas y volcanes, la palabra es fuego: no es una sociedad fría. Es cálida, amable. Gente de fe. De ahí saca sus fuerzas ante las vicisitudes.
Managua y Ciudad de México son dos pueblos lacustres devenidos en capitales. El suelo del primero, con los espejos de sus lagunas y el lago, sus volcanes extintos, es casi similar al de la antigua Tenochtitlán.
Irma, un huracán de dimensiones bíblicas, desplegó en vivo el acumulado de investigaciones, datos y valores perturbadores descubiertos por los científicos, cuyas voces claman en el desierto.
Nicaragua se mueve. Y su movimiento es alrededor de los intereses nacionales. No es “normal”. Al menos para el rígido pensamiento conservador que aún cree que el país es un satélite de la elite: su deber es girar para siempre alrededor de ella.
Las palabras utilizadas por la mayoría de los medios que dan seguimiento a los fenómenos que tienen como escenario el Planeta Tierra deben ser releídas a la luz de los nuevos tiempos: “algo poco habitual” o “algo que no tiene parangón”